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lunes, 6 de junio de 2011

OLORES Y MATICES DEL GUADAJOZ


FRANCISCO EXPÓSITO. MAYO 2011
El almanaque repetía las costumbres. Los desplazamientos del municipio al campo y del cortijo al pueblo. Mano de obra barata sobrevivía con la triada de cultivos milenarios que se extendía por el Guadajoz y la Campiña. Primero, la recogida de la aceituna, que comenzaba tras el puente de la Inmaculada y avanzaba hasta la Semana Santa. Eran más de tres meses en el campo, con escapadas puntuales al pueblo para llenar la despensa de la habitación o disfrutar de alguna fiesta local. Después continuaba la siembra del garbanzo en mayo, se iniciaba la primera siega del trigo y la avena, que finalizaba en junio. No había máquinas y las eras eran estampas de sudor y picores. La tierra no descansaba. En julio el campesino del Guadajoz se veía con una de las labores más duras, la recogida del garbanzo. Manos agrietadas por la savia que desprendía la legumbre. En todos los pueblos de la comarca se cultivaba, aunque ahora ha quedado reducido a algunas hectáreas de Castro del Río. A finales de agosto y en septiembre las avispas volaban entre los jugos de las uvas, causando más de una molestia entre los vendimiadores. El ciclo, entre preparativos de los cultivos, arado de la tierra o limpieza de maleza, completaba los doce meses. Cambiaba el color del campo, del negro aceituna, al amarillo del cereal y al verde de la uva. También los olores. Del alpechín de los meses invernales, al frescor del trigo o el dulzor de la uva. No se olvidaba la profusión de matices de las especias que impregnaban muchas casas de Espejo, pero también del resto de la comarca, cuando llegaba la matanza.
En la lejanía del paisaje rural aparecía lo urbano. Casas blancas, entre calles apretadas para estrujar los rayos del sol en verano y evitar que penetraran. Edificios situados junto al Guadajoz, como Albendín o Castro. O en montículos, como Espejo y Baena. Rodeadas de olivos, como sucedía con Nueva Carteya, pero también con los demás municipios. Y en el límite con Jaén, el pueblo más apartado, Valenzuela. Campanarios que tañían sus campanas por fiestas de guardar y en momentos luctuosos. Castillos recordatorios del territorio fronterizo que ocupaban durante la reconquista. Antiguas villas, rememoración de tiempos medievales en algunos de estos pueblos. Restos expoliados desde hacía décadas de poblados íberos y romanos. Los mejor situados extraían piedras centenarias, los demás rebuscaban la aceituna.
Luego se planificaron los ensanches, adaptaciones a la modernidad. Pero ahí quedaron, en aquellas vetustas medinas, algunas casas señoriales que marcaban las diferencias con aquellas que levantaron sus paredes de ripios y humedad y que, cuando llovía más de lo habitual, sufrían derrumbes.
El jornalero sigue yendo al campo, aunque la fuerza humana la está sustituyendo la maquinaria. Muchos de aquellos campesinos emigraron en los cincuenta y sesenta. Otros dejaron el campo por la construcción en los ochenta y los noventa del pasado siglo y ahora vuelven a los surcos. Los inmigrantes que se adaptaban a los terrones, los fríos y las lluvias, retornan a sus países ante la falta de empleo. Como hace cincuenta años. Los pueblos envejecen y la mano de obra joven emigra a la capital, a otras provincias y países. Pero el viajero podrá sentir aún los sentimientos de antaño y los matices de lo rural.
(Guía 'Córdoba por dentro. El Guadajoz')

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